lunes, 9 de agosto de 2010

LA MUDANZA




El camión de la mudanza se estacionó pegado a la vereda y abrió su puerta posterior dejando salir una cuadrilla de cargadores, que penetraron en la casa con el vivo deseo de terminar pronto su tarea. En el interior expertos embaladores trabajaban desde temprano protegiendo los muebles con gruesos cartones y la loza con finos pliegos de papel de seda, la que posteriormente era colocada en fuertes cajones que además contenían una fina paja, que la protegería de cualquier movimiento brusco.
La casa era como una colmena, gente que iba y venía por entre sus habitaciones, alternando carga de cajones y muebles que parecen no pesar sobre los hombros de los cargadores. Cuando los hombres salen por el antejardín pisotean sin miramientos el sendero de orejas de oso y abollan los cojines, que con los años la dichondra tejió para escapar por debajo de la reja del jardín. El camión recibe paciente la carga que calza como un rompecabezas en su interior; el chofer vigila y registra cada bulto, nada de lo que entra allí deja de registrar y de dar su visto bueno.
Un suave aroma se desprende de los muros desnudos de cuadros y adornos; no hay libros en los anaqueles del escritorio, sin embargo, como en todo el resto de la casa, un aroma a viejo perfume, de esos que usaban las abuelas: suave, enigmático y cálido, lo impregna todo. Hasta el día anterior la casa había sido activa, con gente joven ocupando sus habitaciones y en la escala algún juguete olvidado sobre cualquier peldaño. La cocina, el lugar preferido de los pequeños, con sus dos puertas les permitían escapar sin ser vistos ni alcanzados, después de saquear al refrigerador.
La casa era antigua pero cálida, tenía rincones por todas partes y también historias., al menos así se contaban en las tardes de invierno: en ella hubo grandes amores, éxitos y fracasos, muchas veces cambió de mobiliario, de cortinas y de adornos, pero, sin importar quién la habitara el cuadro siempre estaba en el muro central del salón. Era una pintura antigua, de marco dorado y gran tamaño., una mujer de bellos ojos y manos haladas llenaba sus espacios, vestía un hermosos vestido que debió ser blanco, en cuyo ruedo se podía apreciar pasamanería y encaje bordado.
El cuadro o ella más bien presidían cualquier reunión que allí se hiciera, alguna vez los mayores la nombraron con unción y respeto: era la fundadora de la dinastía y la primera ama de la vieja casona y, según sus expresos deseos ese cuadro y naturalmente ella, siempre debería estar allí...
Antes de que un nuevo morador viniera a la casa habrían de pasar muchos años. Los tiempos habían cambiado y era difícil mantener sus jardines y sus múltiples habitaciones.
La vieja empleada, enfundada en su uniforme azul, con el pelo fuertemente atado en la nuca, miraba con espanto el desorden los cargadores. Sus viejos ojos observaban preocupados a su patrona, ella la conocía bien, la había criado desde niña. En esos momentos sus lentos pasos la llevaron hasta el salón y al pasar frente a la pintura, como en tantas otras ocasiones, musitó silenciosamente una disculpa.
Los niños más pequeños habían salido temprano para la nueva casa, más funcional y cercana al colegio. Pronto olvidarían el caserón familiar, pensó apenada, y con el tiempo no recordarían sus balcones ni su magnífico jardín, que destrozaban jugando con sus balones. El patrón, al partir había dicho que, finalmente vivirían sin fantasmas que él nunca conoció, pero que sin embargo formaban parte de la vida de su mujer, y ella, al escucharlo no había respondido, porque junto a esos muros se quedaba su larga infancia, los susurros nocturnos y el fru-fru de un largo vestido de seda blanco.
Ella ya tenía muchos años, tantos que le costaba recordar con exactitud el año en que había nacido, pero si tenía claro el recuerdo de cuando la pequeña la vio por primera vez, solía decirle que ella se sentaba al lado de su cama y la acompañaba por las noches... En una oportunidad la niña guardó para ella un trozo de torta de su cumpleaños y al ofrecérselo, la dama blanca había sonreído feliz... que imaginación la de su niña.
La actividad había decrecido, su patrona revisaba todas las habitaciones y ambas sentían que el aroma las inundaba y rodeaba, recordándole los años pasados en la vieja casa, ahora debían despedirse de los viejos muros, también del retrato. El sol penetraba blandamente por los ventanales, acariciando a su paso los desnudos y fríos pisos. Ambas tienen lágrimas en los ojos cuando caminan en dirección al salón, se detienen frente al muro que soporta el magnífico cuadro, y entonces se dan cuenta que...está extrañamente vacío, en la tela ya no está la mujer de las manos haladas y bellos ojos, había desaparecido.

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