lunes, 9 de agosto de 2010

LA PEPA




Me contaba María Elena que hace unos días le bajó un ataque de orden tan fuerte que se pasó toda una semana revolviendo todos los closet de la casa; no conforme con ello continuó con la alacena de la cocina y por último no quedó ningún rincón, ni siquiera el de las escobas y traperos, que se le escapara de su inspección visual y manual.
María Elena es lo más ordenado que he visto en una mujer, sabe exactamente dónde tiene todo y su closet - a diferencia del mío - parece la estantería de una tienda: todo guardado en bolsitas nylon. Metódicamente una vez al año saca todo afuera, lo limpia y lustra como sí fuera un quirófano y luego reingresa cada pieza de su vestuario al interior de él; es rigurosa en su rutina, desde que la conozco hace lo mismo todos los años y ello me maravilla, porque no recuerdo haber vaciado jamás mi closet, porque para mi ese pedazo de madera y muro es un lugar donde uno pone cosas que luego desaparecen como por obra de los duendes traviesos del Pancho Cañas, aún así hace unos días intenté ordenar un armario y digo que fue un buen intento por que no tengo paciencia para un trabajo tan minucioso como es el de: sacar, limpiar y luego guardar diferentes cosas en el mismo lugar donde siempre han estado.
Influenciada tal vez por mi amiga, acometí la empresa titánica de ordenar la pieza de los cachureos, ese lugar de mi hogar que no ha tenido nunca un destino claro ni formal y donde van a parar todas las cosas que quedan fuera de uso o forman parte del pasado. Con mucho ánimo y provista de una gran bolsa de basura para poner en ella todo lo que no sirviera, inicié mi tarea y lo primero que encontré fue una caja grande, que desbordaba papeles y carpetas por todos sus costados., a poco andar me di cuenta que contenía una gran cantidad de apuntes universitarios de una de mis hijas, también algunos libros y unos pocos cuadernos. Pensando que quizás le servirían aún, los fui poniendo a un lado para mandárselos a su casa para que ella decidiera su futuro y mientras hurgaba en la caja y amontonaba papeles de pronto mis manos chocaron con algo blando y alargado, que a las postres resultó ser la muñeca Pepa, que vestida de azul esperaba ser librada de su encierro. Me quedé con ella entre las manos y recordé los días en que viajaba en la falda de mi hija y dormía sobre su almohada y cómo en algún momento desapareció de su dormitorio, siendo reemplazada por una muñeca de carne y hueso....
Hasta ahí llegó el orden de la pieza de los cachureos, como por encanto el pasado se hizo presente en cada caja guardada allí y la nostalgia me invadió hasta el punto que me vi obligada a cerrar la puerta y dejar la habitación tal como estaba antes, aceptando a regañadientes que no tengo las habilidades de mi amiga, porque entre otras cosas no soy capaz de deshacerme del pasado de manera tan radical, como para tirar nada menos que a la Pepa a la basura.

ESE SILLÓN


Mencionaste que ella solía sentarse en el sillón de la sala con la quietud propia de las personas de edad y que al recordarla y ver el sillón vacio, algo se estremece y agita en tu interior. Tal parece que en la vida de cada uno de nosotros hay un sitial vacio y que cada vez que uno lo mira, pareciera estar allí esa persona amada, que partió primero. En mi caso es un sillón de respaldo alto, su madera brilla y está trabajada en patas y brazos., tiene cuero repujado en el asiento y también en el respaldo, todo su aspecto grita años de antiguedad, los mismos que tienen las otras piezas del amoblado, dos sillones y un sofá, que siempre - desde que los recuerdo- han estado acompañados de una mesa de juego, cuyo tablero espera a dos ajedrecistas.
Llaman la atención, son bellos, se han transformado en un punto de atracción de la recepción del hostal, parecen fuera de lugar sinembargo complementan esa ala de la habitación; algunos pasajeros más conocedores del tema se aventuran a dar fechas, incluso origen y se preguntan de qué convento salieron. Yo sonrío y me gustaría decirles que forman parte de mi memoria, que nunca supe de dónde llegaron, sólo que estaban alli, en la sala de juegos junto al librero inglés, al arrimo francés, y donde un bergere se acompañaba de un pequeño pouf de cuero, para que quien se sentaba en él, pudiese apoyar los pies.
Aquél era un lugar especial, solíamos tomar el aperitivo, jugar al naipe, pasar la tarde viendo televisión o tal vez leyendo, un rincón especial en la casa grande y sin lugar a dudas el preferido de papá. Hasta ahí llegaba por las tardes después de la oficina y disfrutaba de la tranquilidad para leer un diario o ver un noticiero. Según lo que hiciere era el asiento que ocupaba: el bergere para ver televisión, el frailero y la mesa para sacar solitarios o jugar al naipe.
Por las noches después de cenar, aquél rincón era bueno para coloquios, secretos y planes. Parte de la historia familiar se tejió allí y sus muros y esos muebles fueron testigos de múltiples sermones paternales, autorizaciones y también negativas, como a la vez de alegres juegos, interminables puzles y jocosas reuniones intimas.
Si, ahora los miro todos los días, no se cuál de los dos sillones era el que él usaba, su recuerdo y su señorío, su pelo blanco, sus ojos verdes, su bello cutis, su sonrisa fácil y sus hermosas y fuertes manos...se me hacen presente cada día, como a tí la presencia de ella en ese sillón vacio.

Observadora nocturna


Me estoy transformando en una observadora nocturna., desde la ventana de mi cocina puedo apreciar todo lo que sucede en el edificio vecino. Mientras lavo los trastos de la comida veo quien llega y quien se muda., quien pone cortinas y quien se ríe de ellas. El pasado fin de semana hubo gran ajetreo en el piso 6º, tras una semana de ver continuamente a un maestro con las ropas manchadas de pintura comer tranquilamente en la terraza, de pronto sólo vi una escoba que dejó olvidada la última tarde en que estuvo arreglando sus muros, quedó semi-enterrada en un montón de deshechos y me dije: típico de los maestros, pintura perfecta…y el resto sucio.
A la mañana siguiente me pareció que había movimiento, mientras mi café humeaba en el frío amanecer, el departamento del frente tenía todas la ventanas abiertas y en su recibidor un montón de cajas, que supuse contenían parte de lo que estaban llevando los nuevos inquilinos. Aquí nadie se cambia con maletas, por cierto que no, uno va al supermercado y con la mejor de las sonrisas “consigue” con los reponedores las cajas más grandes, esas que una vez llenas...no hay forma de moverlas y en ellas está todo: desde loza hasta ropa., y más o menos rotuladas uno las amontona en el primer lugar que encuentra del nuevo hogar, para después empezar a buscar desesperadamente lo que se necesita como primera opción en un cambio de casa.
Así estaban los del frente, frenéticos abriendo cajas y moviéndose de un lado para otro, y yo me acordaba – entre sorbo y sorbo de café – de mi último cambio de casa, me demoré en terminar de ordenar una eternidad, tal vez por eso, aún guardo una caja más bien pequeña que no se lo que contiene y que, cada vez que pienso en abrirla, me detengo y me digo: hasta el momento no te falta nada, seguro que aquí tiraste todos los cachureos que nunca sabes qué hacer con ellos. Entonces, ahí queda inmóvil y yo pensando en dedicarle un fin de semana para desentrañar sus misterios.
Cuando los nuevos vecinos comenzaron a dejar en la terraza las cajas desocupadas a las que se sumaban bolsas de todo tipo, me dije: estos son jóvenes, y no me equivoqué, parecía que era primera vez que vivían solos y que intentaban acomodarse con lo que tenían o bien con lo poco que habían logrado comprar, porque ni ampolletas tenían. Esa noche no se si se alumbraron con románticas velas de colores o bien con antorchas confeccionadas con diarios.
Desde entonces han pasado dos meses y los vidrios de los ventanales aún lucen, a la perfección, la edición del diario de ese día...

Al tiro.....




El otro día llamé a un amigo quien aparentemente estaba en una reunión, después de un rato contestó su ultra moderno teléfono móvil y me dijo: estoy en una reunión, te llamo en cinco minutos. Desde entonces han pasado cuatro mil trescientos minutos y na, ni, na., menos mal que no me dijo: al tiro..., porque eso y los cinco minutos es lo mismo: una extraña medida de tiempo, que en ninguna parte del mundo se entiende. Si además se acompaña de algún verbo, pasa lo del gasfiter, quién – cada vez que fallaba el calefont- me decía: voy al tiro...y podía pasar un día completo sin que llegara., para cuando lo hacía, le tenía que dar almuerzo y tecito y aún así me aseguraba que en cinco minutos terminaría de arreglar el aparato.
Esto de los cinco minutos y al tiro, es como la típica frase que usamos las mujeres: “ no me demoro nada” y a los varones les sale barba esperando que estén listas.
El voy y vuelvo al tiro, es aún peor que lo anterior, al menos para doña Lucy, a quien el marido se lo dijo una tarde...y todavía espera a que regrese, después de diez años. La Doris, en cambio, es la campeona del decir: termino al tiro, sin que nadie sepa lo que hace ni cuando terminará de hacerlo, al menos así lo aseguran sus hijos que se pasan veladas completas esperando que termine esto y aquello.
Para no ser menos que el resto, yo suelo decir: voy en cinco minutos, pero en la practica no llego nunca, tal vez porque ni veo la esfera del reloj o bien porque los famosos minutos se estiran y estiran hasta transformarse en horas, que se pasan volando y yo tan entretenida que ya ni me acuerdo para dónde iba a ir al tiro.

UN BUEN VIAJE


Que tengas un buen viaje, fue lo último que le escuchó decir a su mujer, luego traspasó la barrera de vidrio que lo separaría por un par de semanas de ella y caminó en procura de la última formalidad para viajar: Policía Internacional. Un funcionario, encerrado en una cabina, timbró su pasaporte y le deseo un buen viaje. Junto a otros pasajeros caminó por los pasillos que le llevarían a la puerta correspondiente a su vuelo y mientras lo hacía no pudo dejar de pensar que parecían un rebaño, que ordenadamente caminaban hacia el correspondiente corral.
Como en otros viajes no pudo dejar de pensar que en la puerta del avión estarían las azafatas con una eficiente sonrisa pintada en los labios, que le indicarían el camino hasta su asiento y que luego, tras recorrer el estrecho pasillo en busca de su incómodo asiento, sentiría una incipiente claustrofobia. Sabía de antemano que sentaría en el 26-E y que al hacerlo lanzaría un rosario de maldiciones contra su empresa, su jefe y todo el personal, porque siempre lo enviaban en clase económica: apretujado como si fuera en una micro, mientras el soñaba – siquiera una vez en su vida- viajar en primera y arrellanarse en esos asientos anatómicos, impresionantemente anchos, forrados en cuero e ideales para un viaje tan largo como que el comenzaba: Santiago – Toronto con escala en Brasil.
El 26-F ya estaba ocupado cuando llegó a su asiento, la rubia que lo ocupaba no estaba nada de mal, se dijo, la suerte le sonreía, porque el 26-G tenía encima a un gordo descomunal y de cara simplona y un grandote, que con toda seguridad intentaría estirar sus largas piernas, ocupaba el 26-H.
Para él los primero minutos en el interior de un avión eran los peores de todo el viaje, temía sentir deseos de ir al baño o de fumar, de que el avión no partiera, en fin, una serie de pensamientos negros lo azotaban mientras no emprendería el vuelo, a la vez pensaba que todo sería tan diferente si su empresa lo mandara en primera, le darían un trago de bienvenida, podría elegir la película que deseara ver, le ofrecerían un menú diferente al que ahora tendría: carne, ave o fideos acompañados de siempre lo mismo y en el infaltable envase de aluza y cubierta de plástico.
De tanto viajar en cualquier línea aérea, siempre la más barata, ya no coleccionaba cucharitas de café ni miniaturas de botellas de licor., su rutina siempre era la misma: cualquier fila, cualquier asiento y una noche de perros, porque le resultaba imposible dormir y descansar. Luego, llegar a destino y comenzar a trabajar de inmediato y todos sus amigos diciendo lo mismo siempre: suertecita que tenís, te la pasai viajando, sin que jamás haya podido explicarles que si bien ha estado en 5 países de Europa, no conoció ninguno porque estuvo sólo 4 días en el viejo continente. Que ha ido 10 veces a Estados Unidos y en cada una de esas veces, sólo ha permanecido 2 días en la correspondiente ciudad donde tenía que asistir a una reunión., que una vez fue a Tokio, sin saber hasta el día de hoy si ganó horas o las perdió, lo único que tiene claro es que llegó acalambrado hasta el Imperio del Sol Naciente, que se bajó del avión y que unos amables ejecutivos lo llevaron hasta el piso 25 de un edificio en alguna parte de la ciudad, que estuvo 3 horas negociando unos contratos, que le hicieron muchas reverencias y que después de eso lo llevaron a un hotel, que no tiene idea ni cómo se llamaba, que había comido algo que no supo lo que era, que había dormido 6 horas y que otra vez, sus amables anfitriones, lo llevaron al aeropuerto, lo pusieron en un avión de vuelta y que no vio ni casas de té, ni geishas, ni los famosos duraznos en flor. Con suerte supo que había estado en Japón y regresó en el asiento 26-E, como en el que viajaba ahora.
El avión aterrizó en Brasil y antes de volver a despegar alguien le habló:
- Disculpe, sería tan amable de cambiar su asiento por el mío.... Es que mi novia va sentada a su lado y yo voy allá adelante...
- Qué dijo? ¿dónde va usted....adelante....en primera???
- Si, allá adelante ¿me cambiaría el asiento??
-Como no señor, encantado, no tengo inconveniente....

Y como si durante toda su vida de trabajo y viajes hubiese ocupado esos asientos tan cómodos, caminó feliz por el estrecho pasillo del avión, tomó asiento en el sueño de toda su vida y se dijo:
- parece que me saqué el Kino, la lotería...qué se yo! Ni yo me lo creo, la rubia, tenía pololo en Brasil ¡¡ viva la zamba, el carnaval y las mulatas! Por primera vez voy a disfrutar de 14 horas de viaje... y en primera!

LA MUDANZA




El camión de la mudanza se estacionó pegado a la vereda y abrió su puerta posterior dejando salir una cuadrilla de cargadores, que penetraron en la casa con el vivo deseo de terminar pronto su tarea. En el interior expertos embaladores trabajaban desde temprano protegiendo los muebles con gruesos cartones y la loza con finos pliegos de papel de seda, la que posteriormente era colocada en fuertes cajones que además contenían una fina paja, que la protegería de cualquier movimiento brusco.
La casa era como una colmena, gente que iba y venía por entre sus habitaciones, alternando carga de cajones y muebles que parecen no pesar sobre los hombros de los cargadores. Cuando los hombres salen por el antejardín pisotean sin miramientos el sendero de orejas de oso y abollan los cojines, que con los años la dichondra tejió para escapar por debajo de la reja del jardín. El camión recibe paciente la carga que calza como un rompecabezas en su interior; el chofer vigila y registra cada bulto, nada de lo que entra allí deja de registrar y de dar su visto bueno.
Un suave aroma se desprende de los muros desnudos de cuadros y adornos; no hay libros en los anaqueles del escritorio, sin embargo, como en todo el resto de la casa, un aroma a viejo perfume, de esos que usaban las abuelas: suave, enigmático y cálido, lo impregna todo. Hasta el día anterior la casa había sido activa, con gente joven ocupando sus habitaciones y en la escala algún juguete olvidado sobre cualquier peldaño. La cocina, el lugar preferido de los pequeños, con sus dos puertas les permitían escapar sin ser vistos ni alcanzados, después de saquear al refrigerador.
La casa era antigua pero cálida, tenía rincones por todas partes y también historias., al menos así se contaban en las tardes de invierno: en ella hubo grandes amores, éxitos y fracasos, muchas veces cambió de mobiliario, de cortinas y de adornos, pero, sin importar quién la habitara el cuadro siempre estaba en el muro central del salón. Era una pintura antigua, de marco dorado y gran tamaño., una mujer de bellos ojos y manos haladas llenaba sus espacios, vestía un hermosos vestido que debió ser blanco, en cuyo ruedo se podía apreciar pasamanería y encaje bordado.
El cuadro o ella más bien presidían cualquier reunión que allí se hiciera, alguna vez los mayores la nombraron con unción y respeto: era la fundadora de la dinastía y la primera ama de la vieja casona y, según sus expresos deseos ese cuadro y naturalmente ella, siempre debería estar allí...
Antes de que un nuevo morador viniera a la casa habrían de pasar muchos años. Los tiempos habían cambiado y era difícil mantener sus jardines y sus múltiples habitaciones.
La vieja empleada, enfundada en su uniforme azul, con el pelo fuertemente atado en la nuca, miraba con espanto el desorden los cargadores. Sus viejos ojos observaban preocupados a su patrona, ella la conocía bien, la había criado desde niña. En esos momentos sus lentos pasos la llevaron hasta el salón y al pasar frente a la pintura, como en tantas otras ocasiones, musitó silenciosamente una disculpa.
Los niños más pequeños habían salido temprano para la nueva casa, más funcional y cercana al colegio. Pronto olvidarían el caserón familiar, pensó apenada, y con el tiempo no recordarían sus balcones ni su magnífico jardín, que destrozaban jugando con sus balones. El patrón, al partir había dicho que, finalmente vivirían sin fantasmas que él nunca conoció, pero que sin embargo formaban parte de la vida de su mujer, y ella, al escucharlo no había respondido, porque junto a esos muros se quedaba su larga infancia, los susurros nocturnos y el fru-fru de un largo vestido de seda blanco.
Ella ya tenía muchos años, tantos que le costaba recordar con exactitud el año en que había nacido, pero si tenía claro el recuerdo de cuando la pequeña la vio por primera vez, solía decirle que ella se sentaba al lado de su cama y la acompañaba por las noches... En una oportunidad la niña guardó para ella un trozo de torta de su cumpleaños y al ofrecérselo, la dama blanca había sonreído feliz... que imaginación la de su niña.
La actividad había decrecido, su patrona revisaba todas las habitaciones y ambas sentían que el aroma las inundaba y rodeaba, recordándole los años pasados en la vieja casa, ahora debían despedirse de los viejos muros, también del retrato. El sol penetraba blandamente por los ventanales, acariciando a su paso los desnudos y fríos pisos. Ambas tienen lágrimas en los ojos cuando caminan en dirección al salón, se detienen frente al muro que soporta el magnífico cuadro, y entonces se dan cuenta que...está extrañamente vacío, en la tela ya no está la mujer de las manos haladas y bellos ojos, había desaparecido.

LAS ALARMAS




Hace tiempo atrás una amiga me explicó que había instalado un complejo sistema de alarma en su negocio, me alegré mucho porque me pareció la mejor forma de proteger su trabajo y su inversión de las feroces manos de los amigos de lo ajeno. El aparatito que instaló era lo suficientemente complicado como para que no lo entendiera nadie, sólo ella y quien lo colocaba estratégicamente, censores, rayos y otras tecnologías detectarían cualquier movimiento extraño, que activaría toda una operación comando. Por más que ella me explicaba las ventajas del sistema de protección que había contratado, yo seguía sin entender cómo sabría ella que se había activado.
Pasó algún tiempo y francamente me olvidé de tanta tecnología y me concentré en el nuevo auto del vecino, que cada noche chillaba como condenado a la horca, porque los gatos del vecindario lo usaban de trampolín para subirse a la tapia e iniciar sus paseos nocturnos. Hasta que una noche en la que dormía plácidamente en brazos de Morfeo sonó mi teléfono, sin ninguna coordinación agarré el vaso de agua de mi velador y por poco no me baño con su contenido; sin poder abrir completamente los ojos alcancé escuchar al contestador telefónico que decía con una voz metálica, como la de un robot: se ha activado la alarma del local, repito, se ha activado la alarma del local...
Prácticamente sonámbula y atontada por el sueño, intenté comprender lo que escuchaba, no entendía de qué local me hablaban y como broma me parecía de pésimo gusto... Al día siguiente supe que mi amiga, no sólo tenía conectado su complejo sistema al teléfono de su casa, sino que también había puesto el mío como alternativa.
Desde entonces detesto las alarmas, no hacen otra cosa que sonar, despertar al barrio completo e igualmente los “ cacos” en un santo y amén, se llevan todo lo que pillan.