lunes, 9 de agosto de 2010

LA PEPA




Me contaba María Elena que hace unos días le bajó un ataque de orden tan fuerte que se pasó toda una semana revolviendo todos los closet de la casa; no conforme con ello continuó con la alacena de la cocina y por último no quedó ningún rincón, ni siquiera el de las escobas y traperos, que se le escapara de su inspección visual y manual.
María Elena es lo más ordenado que he visto en una mujer, sabe exactamente dónde tiene todo y su closet - a diferencia del mío - parece la estantería de una tienda: todo guardado en bolsitas nylon. Metódicamente una vez al año saca todo afuera, lo limpia y lustra como sí fuera un quirófano y luego reingresa cada pieza de su vestuario al interior de él; es rigurosa en su rutina, desde que la conozco hace lo mismo todos los años y ello me maravilla, porque no recuerdo haber vaciado jamás mi closet, porque para mi ese pedazo de madera y muro es un lugar donde uno pone cosas que luego desaparecen como por obra de los duendes traviesos del Pancho Cañas, aún así hace unos días intenté ordenar un armario y digo que fue un buen intento por que no tengo paciencia para un trabajo tan minucioso como es el de: sacar, limpiar y luego guardar diferentes cosas en el mismo lugar donde siempre han estado.
Influenciada tal vez por mi amiga, acometí la empresa titánica de ordenar la pieza de los cachureos, ese lugar de mi hogar que no ha tenido nunca un destino claro ni formal y donde van a parar todas las cosas que quedan fuera de uso o forman parte del pasado. Con mucho ánimo y provista de una gran bolsa de basura para poner en ella todo lo que no sirviera, inicié mi tarea y lo primero que encontré fue una caja grande, que desbordaba papeles y carpetas por todos sus costados., a poco andar me di cuenta que contenía una gran cantidad de apuntes universitarios de una de mis hijas, también algunos libros y unos pocos cuadernos. Pensando que quizás le servirían aún, los fui poniendo a un lado para mandárselos a su casa para que ella decidiera su futuro y mientras hurgaba en la caja y amontonaba papeles de pronto mis manos chocaron con algo blando y alargado, que a las postres resultó ser la muñeca Pepa, que vestida de azul esperaba ser librada de su encierro. Me quedé con ella entre las manos y recordé los días en que viajaba en la falda de mi hija y dormía sobre su almohada y cómo en algún momento desapareció de su dormitorio, siendo reemplazada por una muñeca de carne y hueso....
Hasta ahí llegó el orden de la pieza de los cachureos, como por encanto el pasado se hizo presente en cada caja guardada allí y la nostalgia me invadió hasta el punto que me vi obligada a cerrar la puerta y dejar la habitación tal como estaba antes, aceptando a regañadientes que no tengo las habilidades de mi amiga, porque entre otras cosas no soy capaz de deshacerme del pasado de manera tan radical, como para tirar nada menos que a la Pepa a la basura.

ESE SILLÓN


Mencionaste que ella solía sentarse en el sillón de la sala con la quietud propia de las personas de edad y que al recordarla y ver el sillón vacio, algo se estremece y agita en tu interior. Tal parece que en la vida de cada uno de nosotros hay un sitial vacio y que cada vez que uno lo mira, pareciera estar allí esa persona amada, que partió primero. En mi caso es un sillón de respaldo alto, su madera brilla y está trabajada en patas y brazos., tiene cuero repujado en el asiento y también en el respaldo, todo su aspecto grita años de antiguedad, los mismos que tienen las otras piezas del amoblado, dos sillones y un sofá, que siempre - desde que los recuerdo- han estado acompañados de una mesa de juego, cuyo tablero espera a dos ajedrecistas.
Llaman la atención, son bellos, se han transformado en un punto de atracción de la recepción del hostal, parecen fuera de lugar sinembargo complementan esa ala de la habitación; algunos pasajeros más conocedores del tema se aventuran a dar fechas, incluso origen y se preguntan de qué convento salieron. Yo sonrío y me gustaría decirles que forman parte de mi memoria, que nunca supe de dónde llegaron, sólo que estaban alli, en la sala de juegos junto al librero inglés, al arrimo francés, y donde un bergere se acompañaba de un pequeño pouf de cuero, para que quien se sentaba en él, pudiese apoyar los pies.
Aquél era un lugar especial, solíamos tomar el aperitivo, jugar al naipe, pasar la tarde viendo televisión o tal vez leyendo, un rincón especial en la casa grande y sin lugar a dudas el preferido de papá. Hasta ahí llegaba por las tardes después de la oficina y disfrutaba de la tranquilidad para leer un diario o ver un noticiero. Según lo que hiciere era el asiento que ocupaba: el bergere para ver televisión, el frailero y la mesa para sacar solitarios o jugar al naipe.
Por las noches después de cenar, aquél rincón era bueno para coloquios, secretos y planes. Parte de la historia familiar se tejió allí y sus muros y esos muebles fueron testigos de múltiples sermones paternales, autorizaciones y también negativas, como a la vez de alegres juegos, interminables puzles y jocosas reuniones intimas.
Si, ahora los miro todos los días, no se cuál de los dos sillones era el que él usaba, su recuerdo y su señorío, su pelo blanco, sus ojos verdes, su bello cutis, su sonrisa fácil y sus hermosas y fuertes manos...se me hacen presente cada día, como a tí la presencia de ella en ese sillón vacio.

Observadora nocturna


Me estoy transformando en una observadora nocturna., desde la ventana de mi cocina puedo apreciar todo lo que sucede en el edificio vecino. Mientras lavo los trastos de la comida veo quien llega y quien se muda., quien pone cortinas y quien se ríe de ellas. El pasado fin de semana hubo gran ajetreo en el piso 6º, tras una semana de ver continuamente a un maestro con las ropas manchadas de pintura comer tranquilamente en la terraza, de pronto sólo vi una escoba que dejó olvidada la última tarde en que estuvo arreglando sus muros, quedó semi-enterrada en un montón de deshechos y me dije: típico de los maestros, pintura perfecta…y el resto sucio.
A la mañana siguiente me pareció que había movimiento, mientras mi café humeaba en el frío amanecer, el departamento del frente tenía todas la ventanas abiertas y en su recibidor un montón de cajas, que supuse contenían parte de lo que estaban llevando los nuevos inquilinos. Aquí nadie se cambia con maletas, por cierto que no, uno va al supermercado y con la mejor de las sonrisas “consigue” con los reponedores las cajas más grandes, esas que una vez llenas...no hay forma de moverlas y en ellas está todo: desde loza hasta ropa., y más o menos rotuladas uno las amontona en el primer lugar que encuentra del nuevo hogar, para después empezar a buscar desesperadamente lo que se necesita como primera opción en un cambio de casa.
Así estaban los del frente, frenéticos abriendo cajas y moviéndose de un lado para otro, y yo me acordaba – entre sorbo y sorbo de café – de mi último cambio de casa, me demoré en terminar de ordenar una eternidad, tal vez por eso, aún guardo una caja más bien pequeña que no se lo que contiene y que, cada vez que pienso en abrirla, me detengo y me digo: hasta el momento no te falta nada, seguro que aquí tiraste todos los cachureos que nunca sabes qué hacer con ellos. Entonces, ahí queda inmóvil y yo pensando en dedicarle un fin de semana para desentrañar sus misterios.
Cuando los nuevos vecinos comenzaron a dejar en la terraza las cajas desocupadas a las que se sumaban bolsas de todo tipo, me dije: estos son jóvenes, y no me equivoqué, parecía que era primera vez que vivían solos y que intentaban acomodarse con lo que tenían o bien con lo poco que habían logrado comprar, porque ni ampolletas tenían. Esa noche no se si se alumbraron con románticas velas de colores o bien con antorchas confeccionadas con diarios.
Desde entonces han pasado dos meses y los vidrios de los ventanales aún lucen, a la perfección, la edición del diario de ese día...

Al tiro.....




El otro día llamé a un amigo quien aparentemente estaba en una reunión, después de un rato contestó su ultra moderno teléfono móvil y me dijo: estoy en una reunión, te llamo en cinco minutos. Desde entonces han pasado cuatro mil trescientos minutos y na, ni, na., menos mal que no me dijo: al tiro..., porque eso y los cinco minutos es lo mismo: una extraña medida de tiempo, que en ninguna parte del mundo se entiende. Si además se acompaña de algún verbo, pasa lo del gasfiter, quién – cada vez que fallaba el calefont- me decía: voy al tiro...y podía pasar un día completo sin que llegara., para cuando lo hacía, le tenía que dar almuerzo y tecito y aún así me aseguraba que en cinco minutos terminaría de arreglar el aparato.
Esto de los cinco minutos y al tiro, es como la típica frase que usamos las mujeres: “ no me demoro nada” y a los varones les sale barba esperando que estén listas.
El voy y vuelvo al tiro, es aún peor que lo anterior, al menos para doña Lucy, a quien el marido se lo dijo una tarde...y todavía espera a que regrese, después de diez años. La Doris, en cambio, es la campeona del decir: termino al tiro, sin que nadie sepa lo que hace ni cuando terminará de hacerlo, al menos así lo aseguran sus hijos que se pasan veladas completas esperando que termine esto y aquello.
Para no ser menos que el resto, yo suelo decir: voy en cinco minutos, pero en la practica no llego nunca, tal vez porque ni veo la esfera del reloj o bien porque los famosos minutos se estiran y estiran hasta transformarse en horas, que se pasan volando y yo tan entretenida que ya ni me acuerdo para dónde iba a ir al tiro.

UN BUEN VIAJE


Que tengas un buen viaje, fue lo último que le escuchó decir a su mujer, luego traspasó la barrera de vidrio que lo separaría por un par de semanas de ella y caminó en procura de la última formalidad para viajar: Policía Internacional. Un funcionario, encerrado en una cabina, timbró su pasaporte y le deseo un buen viaje. Junto a otros pasajeros caminó por los pasillos que le llevarían a la puerta correspondiente a su vuelo y mientras lo hacía no pudo dejar de pensar que parecían un rebaño, que ordenadamente caminaban hacia el correspondiente corral.
Como en otros viajes no pudo dejar de pensar que en la puerta del avión estarían las azafatas con una eficiente sonrisa pintada en los labios, que le indicarían el camino hasta su asiento y que luego, tras recorrer el estrecho pasillo en busca de su incómodo asiento, sentiría una incipiente claustrofobia. Sabía de antemano que sentaría en el 26-E y que al hacerlo lanzaría un rosario de maldiciones contra su empresa, su jefe y todo el personal, porque siempre lo enviaban en clase económica: apretujado como si fuera en una micro, mientras el soñaba – siquiera una vez en su vida- viajar en primera y arrellanarse en esos asientos anatómicos, impresionantemente anchos, forrados en cuero e ideales para un viaje tan largo como que el comenzaba: Santiago – Toronto con escala en Brasil.
El 26-F ya estaba ocupado cuando llegó a su asiento, la rubia que lo ocupaba no estaba nada de mal, se dijo, la suerte le sonreía, porque el 26-G tenía encima a un gordo descomunal y de cara simplona y un grandote, que con toda seguridad intentaría estirar sus largas piernas, ocupaba el 26-H.
Para él los primero minutos en el interior de un avión eran los peores de todo el viaje, temía sentir deseos de ir al baño o de fumar, de que el avión no partiera, en fin, una serie de pensamientos negros lo azotaban mientras no emprendería el vuelo, a la vez pensaba que todo sería tan diferente si su empresa lo mandara en primera, le darían un trago de bienvenida, podría elegir la película que deseara ver, le ofrecerían un menú diferente al que ahora tendría: carne, ave o fideos acompañados de siempre lo mismo y en el infaltable envase de aluza y cubierta de plástico.
De tanto viajar en cualquier línea aérea, siempre la más barata, ya no coleccionaba cucharitas de café ni miniaturas de botellas de licor., su rutina siempre era la misma: cualquier fila, cualquier asiento y una noche de perros, porque le resultaba imposible dormir y descansar. Luego, llegar a destino y comenzar a trabajar de inmediato y todos sus amigos diciendo lo mismo siempre: suertecita que tenís, te la pasai viajando, sin que jamás haya podido explicarles que si bien ha estado en 5 países de Europa, no conoció ninguno porque estuvo sólo 4 días en el viejo continente. Que ha ido 10 veces a Estados Unidos y en cada una de esas veces, sólo ha permanecido 2 días en la correspondiente ciudad donde tenía que asistir a una reunión., que una vez fue a Tokio, sin saber hasta el día de hoy si ganó horas o las perdió, lo único que tiene claro es que llegó acalambrado hasta el Imperio del Sol Naciente, que se bajó del avión y que unos amables ejecutivos lo llevaron hasta el piso 25 de un edificio en alguna parte de la ciudad, que estuvo 3 horas negociando unos contratos, que le hicieron muchas reverencias y que después de eso lo llevaron a un hotel, que no tiene idea ni cómo se llamaba, que había comido algo que no supo lo que era, que había dormido 6 horas y que otra vez, sus amables anfitriones, lo llevaron al aeropuerto, lo pusieron en un avión de vuelta y que no vio ni casas de té, ni geishas, ni los famosos duraznos en flor. Con suerte supo que había estado en Japón y regresó en el asiento 26-E, como en el que viajaba ahora.
El avión aterrizó en Brasil y antes de volver a despegar alguien le habló:
- Disculpe, sería tan amable de cambiar su asiento por el mío.... Es que mi novia va sentada a su lado y yo voy allá adelante...
- Qué dijo? ¿dónde va usted....adelante....en primera???
- Si, allá adelante ¿me cambiaría el asiento??
-Como no señor, encantado, no tengo inconveniente....

Y como si durante toda su vida de trabajo y viajes hubiese ocupado esos asientos tan cómodos, caminó feliz por el estrecho pasillo del avión, tomó asiento en el sueño de toda su vida y se dijo:
- parece que me saqué el Kino, la lotería...qué se yo! Ni yo me lo creo, la rubia, tenía pololo en Brasil ¡¡ viva la zamba, el carnaval y las mulatas! Por primera vez voy a disfrutar de 14 horas de viaje... y en primera!

LA MUDANZA




El camión de la mudanza se estacionó pegado a la vereda y abrió su puerta posterior dejando salir una cuadrilla de cargadores, que penetraron en la casa con el vivo deseo de terminar pronto su tarea. En el interior expertos embaladores trabajaban desde temprano protegiendo los muebles con gruesos cartones y la loza con finos pliegos de papel de seda, la que posteriormente era colocada en fuertes cajones que además contenían una fina paja, que la protegería de cualquier movimiento brusco.
La casa era como una colmena, gente que iba y venía por entre sus habitaciones, alternando carga de cajones y muebles que parecen no pesar sobre los hombros de los cargadores. Cuando los hombres salen por el antejardín pisotean sin miramientos el sendero de orejas de oso y abollan los cojines, que con los años la dichondra tejió para escapar por debajo de la reja del jardín. El camión recibe paciente la carga que calza como un rompecabezas en su interior; el chofer vigila y registra cada bulto, nada de lo que entra allí deja de registrar y de dar su visto bueno.
Un suave aroma se desprende de los muros desnudos de cuadros y adornos; no hay libros en los anaqueles del escritorio, sin embargo, como en todo el resto de la casa, un aroma a viejo perfume, de esos que usaban las abuelas: suave, enigmático y cálido, lo impregna todo. Hasta el día anterior la casa había sido activa, con gente joven ocupando sus habitaciones y en la escala algún juguete olvidado sobre cualquier peldaño. La cocina, el lugar preferido de los pequeños, con sus dos puertas les permitían escapar sin ser vistos ni alcanzados, después de saquear al refrigerador.
La casa era antigua pero cálida, tenía rincones por todas partes y también historias., al menos así se contaban en las tardes de invierno: en ella hubo grandes amores, éxitos y fracasos, muchas veces cambió de mobiliario, de cortinas y de adornos, pero, sin importar quién la habitara el cuadro siempre estaba en el muro central del salón. Era una pintura antigua, de marco dorado y gran tamaño., una mujer de bellos ojos y manos haladas llenaba sus espacios, vestía un hermosos vestido que debió ser blanco, en cuyo ruedo se podía apreciar pasamanería y encaje bordado.
El cuadro o ella más bien presidían cualquier reunión que allí se hiciera, alguna vez los mayores la nombraron con unción y respeto: era la fundadora de la dinastía y la primera ama de la vieja casona y, según sus expresos deseos ese cuadro y naturalmente ella, siempre debería estar allí...
Antes de que un nuevo morador viniera a la casa habrían de pasar muchos años. Los tiempos habían cambiado y era difícil mantener sus jardines y sus múltiples habitaciones.
La vieja empleada, enfundada en su uniforme azul, con el pelo fuertemente atado en la nuca, miraba con espanto el desorden los cargadores. Sus viejos ojos observaban preocupados a su patrona, ella la conocía bien, la había criado desde niña. En esos momentos sus lentos pasos la llevaron hasta el salón y al pasar frente a la pintura, como en tantas otras ocasiones, musitó silenciosamente una disculpa.
Los niños más pequeños habían salido temprano para la nueva casa, más funcional y cercana al colegio. Pronto olvidarían el caserón familiar, pensó apenada, y con el tiempo no recordarían sus balcones ni su magnífico jardín, que destrozaban jugando con sus balones. El patrón, al partir había dicho que, finalmente vivirían sin fantasmas que él nunca conoció, pero que sin embargo formaban parte de la vida de su mujer, y ella, al escucharlo no había respondido, porque junto a esos muros se quedaba su larga infancia, los susurros nocturnos y el fru-fru de un largo vestido de seda blanco.
Ella ya tenía muchos años, tantos que le costaba recordar con exactitud el año en que había nacido, pero si tenía claro el recuerdo de cuando la pequeña la vio por primera vez, solía decirle que ella se sentaba al lado de su cama y la acompañaba por las noches... En una oportunidad la niña guardó para ella un trozo de torta de su cumpleaños y al ofrecérselo, la dama blanca había sonreído feliz... que imaginación la de su niña.
La actividad había decrecido, su patrona revisaba todas las habitaciones y ambas sentían que el aroma las inundaba y rodeaba, recordándole los años pasados en la vieja casa, ahora debían despedirse de los viejos muros, también del retrato. El sol penetraba blandamente por los ventanales, acariciando a su paso los desnudos y fríos pisos. Ambas tienen lágrimas en los ojos cuando caminan en dirección al salón, se detienen frente al muro que soporta el magnífico cuadro, y entonces se dan cuenta que...está extrañamente vacío, en la tela ya no está la mujer de las manos haladas y bellos ojos, había desaparecido.

LAS ALARMAS




Hace tiempo atrás una amiga me explicó que había instalado un complejo sistema de alarma en su negocio, me alegré mucho porque me pareció la mejor forma de proteger su trabajo y su inversión de las feroces manos de los amigos de lo ajeno. El aparatito que instaló era lo suficientemente complicado como para que no lo entendiera nadie, sólo ella y quien lo colocaba estratégicamente, censores, rayos y otras tecnologías detectarían cualquier movimiento extraño, que activaría toda una operación comando. Por más que ella me explicaba las ventajas del sistema de protección que había contratado, yo seguía sin entender cómo sabría ella que se había activado.
Pasó algún tiempo y francamente me olvidé de tanta tecnología y me concentré en el nuevo auto del vecino, que cada noche chillaba como condenado a la horca, porque los gatos del vecindario lo usaban de trampolín para subirse a la tapia e iniciar sus paseos nocturnos. Hasta que una noche en la que dormía plácidamente en brazos de Morfeo sonó mi teléfono, sin ninguna coordinación agarré el vaso de agua de mi velador y por poco no me baño con su contenido; sin poder abrir completamente los ojos alcancé escuchar al contestador telefónico que decía con una voz metálica, como la de un robot: se ha activado la alarma del local, repito, se ha activado la alarma del local...
Prácticamente sonámbula y atontada por el sueño, intenté comprender lo que escuchaba, no entendía de qué local me hablaban y como broma me parecía de pésimo gusto... Al día siguiente supe que mi amiga, no sólo tenía conectado su complejo sistema al teléfono de su casa, sino que también había puesto el mío como alternativa.
Desde entonces detesto las alarmas, no hacen otra cosa que sonar, despertar al barrio completo e igualmente los “ cacos” en un santo y amén, se llevan todo lo que pillan.

LOS DEPARTAMENTOS




Alguien me dijo que vivir en un departamento era más práctico que hacerlo en una casa., debo haber puesto cara de pregunta, porque rápidamente agregó: te voy a dar un ejemplo práctico, cuando uno se va de viaje o de vacaciones y vive en un departamento cierra la puerta y sale, olvidándose de cuidadores, pasto que regar o veredas que barrer., en cambio si vives en una casa tiene un montón de complicaciones que incluyen hasta la comida del perro o del gato que tengas. Y continuó argumentando: vivir en un departamento es más barato que en una casa, no tienes que pagar jardinero, te cuidan mientras duermes y pobre de los que meten bulla, porque la junta de vigilancia del edificio los hace pebre. Agregó a sus anteriores comentarios que calefaccionar una casa era lejos más caro que hacerlo en un departamento, por muy chica que sea la casa, esa historia de abre y cierra puertas se lleva todo el calor de la estufa, en cambio en un departamento es más fácil mantenerlo abrigado.
A las perdidas, me dijo, puede que te toque la suerte de tener vecinos friolentos, van a poner la calefacción a todo vapor y tú, como el queso de un emparedado, al medio, abrigadita. Su último argumento fue: los niños saltan en los muebles dentro de una casa o de un departamento, de qué te preocupas.
Lo que no me dijo fue que, cuando se vive en un edificio con muchos departamentos, no se conoce a nadie, porque todo el mundo tiene miedo de saludar a extraños., que la piscina – en el verano- es una colmena de niños pequeños gritando y como que tu balcón esté cercano a ella, adiós siesta. Tampoco mencionó la historia de los estacionamientos de invitados, que los ocupan los residentes, entonces cuando vienen tus amigos están obligados a estacionarse a una cuadra de distancia, lo que los mantiene nerviosos durante toda la velada. Nada dijo del vecindario, que a veces es casi como una película, como el señor que vive en el otro edificio y cuelga su ropa en el balcón, como si fuera una bandera al viento y ni hablar del que hace asados en la terraza en una parrilla eléctrica, donde con suerte le cabe un kilo de carne. Tampoco me habló de esos trepan por cornisas y balcones buscando departamentos sin moradores para desvalijarlos. No, nada me dijo de eso, sólo las bondades que le parecían buenas: cerrar la puerta y salir de vacaciones, total él no lava ropa, no hace aseo ni está todo el día encerrado en una torre de cristal y hormigón.

VELAS DE DINAMITA


Encendió la mecha y arrancó tan rápido como pudo. Se protegió junto a su compadre y tapó los oídos, agachando la cabeza lo más posible.
El estallido de la dinamita hizo temblar todo el terreno y una nube de tierra cubrió el Cerro de la Cruz. Pasados unos minutos, retomaron los picos y las palas, atacando con fiereza el cerrito que estorbaba la visión e impedía la construcción del nuevo edificio.
Su compadre cargó la carretilla y partió, marcando un surco en la tierra con la rueda metálica que se hundía por el peso que llevaba en la abollada tolva. A poco andar frotó las manos, las escupió y retomó las asas, para en un esfuerzo final, vaciarla en dirección al mar.
No era una “pega” muy buena, pero peor era estar de vago y por lo duro del terreno, tendrían que usar muchas “velas” para medianamente despejar el área y por lógica consecuencia, habría trabajo para un rato largo.
Ambos habían venido del norte después de años de salitre y sol; en un tren cruzaron el desierto y se acercaron al llamado Norte Verde, con la esperanza de tiempos mejores. Eran jóvenes de edad, no así de aspecto, el salitre les había succionado la juventud y les había marcado la cara con arrugas profundas. En los primeros días del regreso, el desaliento no se presentaba aún, tampoco en sus bolsillos, así es que, se dieron tiempo para largas mesas de cervezas y noches de “remolienda ”, hasta que la realidad los obligó a buscar cualquier cosa para subsistir y ahí estaban ambos, mezcla de barrenadores con pirquineros, dándole de dinamitazos a las rocas.
El salitre es duro y se pega como costra al suelo ardiente del desierto, pero estas piedras de orilla de mar han aguantado tantas mareas, que la dinamita sólo las resquebraja. Un pequeño boquerón dejó el último tiro y al despejar el área, piensan temerosos: ¡No sea cosa que sea uno de esos túneles que usaron los piratas para guardar sus tesoros!
Casi les es imposible ver el interior, necesitarán más luz para hacerlo. Entonces El Talo le dice a su compadre:
- Oye Guacho, anda a pedirle al Nene la lámpara de carburo.

El Nene es un pescador, suele salir de noche a pescar y en la proa de su bote cuelga la famosa lámpara que trajo desde Andacollo, según dice está bendita por la Virgen y jamás falla a la hora de atraer los peces.
Al rato volvió el Guacho con la lámpara abrazada, como si fuera un bebé. Dijo que nos fondeaba sí algo le pasaba a su lámpara…
Tate tranquilo compadre, sólo vamos a ayudarnos un poquito, para ver qué profundidad tiene el socavón, respondió el Talo.
Despejaron algo más la entrada y con cuidado, como si fueran conejos, se introdujeron en el corazón del Cerro La Cruz.
Si decís algo, te juro que te rompo la lámpara, amenazó el Talo.
- Ay mamita, y ahora ¿qué vamos a hacer? lloró el Guacho.
- Calladito el loro compadre, vamos picando y sacando al tiro. Este orito nos viene muy bien para arreglar nuestra situación, dijo el Talo.
Y como ratones escarbando un queso, el Talo y el Guacho picaron la pequeña veta que limpia corría en dirección al mar…

En el Diario El Progreso, en el año 1945, una pequeña noticia dice: “a resultas del trabajo de demolición del Cerro La Cruz, fue descubierta una mina de oro – agotada- que debió ser explotada hace 100 años o más…”

UNA NOCHE OSCURA Y DE VELORIO


La tierra se estremecía, emitiendo en cada sacudida sonidos provenientes de sus más recóndidas entrañas. Los muros de adobe tendido escapaban de sus tejidos fijadores y desprendían generosamente el estuco que se estrellaba sobre mesas, muebles y sillas.
Las lámparas oscilaban ancladas en el techo y sus bujías perdían fuerza hasta apagarse totalmente. Adornos y figuras de yeso, inquietas por el movimiento telúrico, perdían pie en los aparadores y se deshacían en pequeños trozos, junto a sus patas.
El salón estaba repleto de gente; amigos y parientes acompañaban a la viuda en su dolor temprano. En el centro, rodeado de flores y velas, don Emilio dormía en su ataúd. La muerte lo había sorprendido en la plaza, a vista y paciencia de la gente que pasaba por ella, era medio día y un ataque fulminante terminó con su existencia de hombre joven y buen mozo
El primer movimiento interrumpió los rezos de las mujeres, todas vestidas de riguroso luto, paralizando sus oraciones. A medida que pasaba el tiempo, las miradas giraban en torno a los presentes, la puerta de la salida, el féretro y la viuda. El segundo sacudón borró cualquier duda: aquello era más que un temblor y los varones salieron en estampida, buscando la seguridad de la calle. Tras ellos y en un grito, mezcla de oración con pavor, bajaron la larga escala las mujeres.
La viuda olvidó su dolor y también a su difunto marido, quien quedó solo en el medio del salón, mecido en su ataúd por los movimientos de la tierra, mientras las velas iluminaban tétricamente el lugar y el polvo, como una nube irrespetuosa, caía sobre él.
Un caballo galopó desbocado por la calle Pinto, y el sonido de sus cascos estremeció las conciencias de los que, en la calle, olvidados del difundo, imploraban clemencia al cielo.
A lo lejos, con la seguidilla de temblores, los muros cansados de soportar techumbres añejas, se desplomaban hacia el interior de las viviendas, como queriendo proteger – aún en su agonía – la intimidad de sus moradores. Entonces vino el grito que desató el pánico:”el mar se está recogiendo”…
La gente corrió cerro arriba, como alma en pena; las madres llevaron a sus retoños en ropas de dormir y los relojes detenidos por los sacudones, marcaron las 23:30 de una noche oscura y de velorio…
El agua llegó a la calle Melgarejo, trepó por las esquinas buscando las del tren en Aldunate y a su paso cambió de lugar la garita de los marinos, dejándola en medio de la línea férrea. Volteó con fuerza oceánica una locomotora en la estación y penetró – sin golpear la puerta – en las oficinas de la Aduana, sacando sus enseres hasta el patio.
No sólo buscó el mar las vías del tren, también las emprendió contra el barrio Baquedano e hizo navegar los botes por entre sus casas, y – en el interior de éstas – flotaron las camas para alegría de la chiquillería y espanto de sus madres.
La tierra cesó en sus quejidos y movimientos; el mar volvió a su lecho marino y el velorio continuó, don Emilio Castex Tondreau, pese a todo lo ocurrido, tuvo al día siguiente el funeral acorde a su señorío.

INCENDIO EN LA CASA GRACE


Me gusta la cumbre del corta-fuego, desde ahí domino toda la manzana y no se me escapa nada, ni siquiera Julieta La Gaviota que viene cada tarde a arreglar sus plumas, sobre el letrero de madera que dice: 1851-1951.
Con los años he aprendido que, sin grandes carreras o escándalos, puedo descubrir los ratones que intentan entrar a la bodega de abarrotes y los mantengo a raya, el único que me da trabajo es Juvencio, que debe tener tantos años como yo.
Hoy es una noche tranquila, hay fiesta en Peñuelas. Los Leones tienen una kermese y hasta los bomberos están allí; pienso que, nada interrumpirá mi letargo gatuno, pero ha llegado la locomotora y se ha detenido tras la bodega de Grace, soltando vapor y chispas de su panza gorda, con seguridad se preparaba para salir.
A lo lejos los botes se mecen en la bahía como si fueran bebés en sus cunas y filosofeo que, Septiembre es un bello mes, aunque el mío sea el de Agosto.
¡Qué extraño! Huelo humo y no obstante miro los alrededores, no veo fogata alguna, tampoco salitrones, esos son los de Año Nuevo, por lo tanto, estoy desorientado.
De pronto siento el chillido de Juvencio que sale a escape de la bodega ¡condenado! se me había pasado de largo y grita: ¡INCENDIO!
Me pregunto qué juego se trae este ratón. Está sobrepasando el límite de mi amistad. Es curioso, tiene cara de susto y chilla sin parar. Ahora veo, comienza a arder la bodega de madera pese a sus planchas de zinc que la revisten por fuera. Al igual que Juvencio grito a todo pulmón: ¡SOCORRO! llamen a los bomberos, se quema la Casa Grace.
Juvencio está desesperado y ha perdido el control, trata de salir por la tienda de Chocair, pero los fardos de géneros que almacena en su interior, también están ardiendo. La gente comienza a llegar y con ellos los caballeros del fuego. El carro de la 4º compañía se instala por el lado del mar y tira sus mangueras en la orilla; los de la 1ª se colocan por la calle Melgarejo y el agua comienza a brotar de sus pitones.
Trepan por los techos y con las hachas levantan las calaminas, el fuego se extiende a toda la manzana; el calor es sofocante y escucho la voz del comandante Aranda que grita: ¡Niños, derriben la puerta!
Me pregunto qué dirá don Guillermo Salinas, su oficina está naufragando y de ella sacan las máquinas de escribir, que les queman las manos a los voluntarios. Don Alfredo Steel comanda la 1ª compañía y es apoyado por las escalas de la 2ª, que está a cargo de don Manuel Lorca. Es curioso, todos los bomberos andan muy elegantes, con sus trajes de parada, parece que no tuvieron tiempo para cambiarse de ropa y lucen sucios y mojados. Para continuar combatiendo el fuego mojan sus uniformes y yo me pregunto ¿qué le habrá pasado a Juvencio? Después de todo, es el único amigo que tengo y juntos pasamos largos ratos corriendo por entre los fardos y por sobre los tambores.
¡Cielos! Acabo de recordar el oxígeno; está aquí cerca, al lado de la casa de la gerencia y cómo explota! Un tarro de pintura estalla en la noche y derrama su líquido caliente en la calle; la gente recoge de la vereda todo aquello que es salvado y lo hacen desaparecer entre sus ropas. Con cuchillos rompen los fardos de géneros y libran algunos metros que no se han quemado; en bolsones y canastos recogen los botones y los hilos mojados; la harina corre como engrudo por la vereda y los tarros de leche condensada, se han transformado - mágicamente – en manjar.
¿Dónde estará mi amigo? ¿Lo podrá rescatar la 3ª compañía a cargo de don Daniel Milanéz?
El fuego se acerca ayudado por el viento hasta mi corta fuego, siento que se me queman los pelos y pienso que tendré que saltar o morir calcinado. La gente asegura que los gatos tienen siete vidas y yo me pregunto ¿cuántas habré gastado ya en todos estos años?
Un bombero sube por la escala, le maúllo asustado y moja el muro, refrescando algo el ambiente. Otros voluntarios mojan las casas del frente, cuyos tapacanes están ardiendo. Las órdenes del Comandante Aranda son terminantes: evitar que se propague el fuego a casas vecinas, a como dé lugar y los carros de agua no se cansan de lanzar el líquido que don Arturo Sarzoza y su carro, extraen del mar.
El bombero de la escala me habla, no entiendo lo que me dice, pero, no lo pienso dos veces y me subo en su escala y bajo como puedo por ella. En la calle el agua salada hace ríos y corro hacia el lugar donde vi la última vez al ratón. Tiene que estar por ahí. No me puede hacer la faena de dejarme solo a esta altura de la vida, sobre todo ahora que he perdido trabajo y hogar.
El fuego está siendo controlado, deben ser como las cuatro de la mañana, pronto amanecerá y las mangueras quedarán tendidas en la calle, las cuidará don Freddy Newman que vive en el pasaje Virgilio. Corro por entre ellas, mojado, con algunos pelos chamuscados y busco a Juvencio. Lo llamo a viva voz, me responde el silencio, trayéndome sólo el sonido lejano del mar.
¡Maldito sea! Nunca más le hablaré si se ha muerto.
Jamás volveré a darle ventaja para que arranque y nunca más le diré cuándo y dónde está el queso que tanto le gusta. ¡Lo prometo!
JUVENCIO, ratón pillo y mal nacido ¿dónde estás?
Huelo humo, no puede ser, fuego otra vez…No es posible, sí aún hay tanta agua por todos lados.
Entonces escucho una voz que grita:
- SOCORRO, INCENDIO, SE QUEMA LA CASA GRACE OTRA VEZ….
¡Qué alegría más grande! Es Juvencio, el muy bandido está vivo. Por entre las llamas que renacen corro al encuentro de mi amigo, le abrazo con toda el alma y esta vez escapamos juntos y nos asilamos en la manzana siguiente, protegidos por el aserrín y la viruta de la Barraca Canelo.
Los bomberos vuelven a la tarea, aún deberán trabajar todo ese largo día para apagar el fuego…
A partir de hoy, mi nueva dirección será: Melgarejo entre Las Heras y Benavente, y mi atalaya: los muros de los Baños García.
Juvencio tendrá todo el pasaje Virgilio para recorrer y en los días fríos, buscaremos los dos, el abrigo de la madera de la Barraca de los Balanda.

24 PILSENERS


La sombra cruzó la calle como arrastrada por el viento norte, unas gotas de lluvia cantaron en el brillante asfalto que ocultaba antiguos y firmes trozos de piedras canteadas, en la que otros pasos hicieron eco, años atrás.
Caminaba tambaleante, buscando el apoyo de los muros y sus viejos y abiertos zapatos, emitían un lúgubre sonido.
En la puerta del bar, dos parroquianos se despedían entre hipos de cerveza, con los cuerpos inclinados hacia delante, las manos en los bolsillos y un pitillo – a medio fumar – colgado de los labios.
Uno de ellos liberó una mano y la apoyó en el hombro del otro, no en una actitud protectora, sino más bien, como una búsqueda desesperada del equilibrio que había quedado anclado a las patas de la mesa, sobre cuya cubierta – como si fueran un trofeo- veinte y cuatro pilsener enseñaban, la desnudez de su contenido, al mundo.
Dieron dos pasos temblorosos fuera de la puerta y sus humanidades fueron a estrellarse contra una ventana; de sus labios escaparon algunas palabrotas, las que fueron contestadas por una airada matrona que cerraba su casa, justo al frente. El rezongo de la mujer se escuchó claro: Deberían hacer algo! No sé en qué están las autoridades! Esta era una cuadra tranquila, pero, desde que se instaló este boliche infame, sólo se ven borrachos por aquí…
Y aún más fuerte les gritó: A trabajar mejor, borrachos…
Descargada su furia, cerró con doble llave la puerta y aisló a los suyos del espectáculo que, a partir de ese instante, mantendría expectantes a los vecinos, a medida que salían los parroquianos del lugar.
- Compadre, ¿escuchó a la una vieja que gritaba?...preguntó uno de ellos.
- No sé na’yo! Debe haber sido el viento compadre…
Reemprendieron la marcha por la vereda, como jugando a cruzarla una y otra vez, abrazándose a cada poste que se ponía en su camino.
- Se nos anduvo pasando la mano parece…gimoteó el más bajo de los dos y, en un movimiento subió las solapas de la chaqueta hasta cerrarlas altas en su cuello.
Tal vez por el movimiento que hizo, su pequeña humanidad arrastró la de su compadre y ambos se estrellaron en el dintel de una puerta, casi al llegar a la esquina. Se aferraron a ella como náufragos a un madero; desde la puerta apolillada debían tomar el respiro necesario para cruzar, en un esfuerzo de titanes, la calle. Por un lado el cerro, por el otro la pendiente que baja hasta Aldunate, apurada y empinada.
Aquello de los puntos cardinales era un concepto que había sido borrado de sus mentes por la cerveza, si bien caminaban, no sabían a ciencia cierta a dónde llegarían y dados los resultados de los metros cuadrados de pilsener, extremaban el cuidado para tan peligroso paso. La fuerte luz de un micro les hizo cerrar los ojos y arrugar la nariz; la gente que bajó de ella les miró con asco y se alejaron rápidamente, aunque no podían hacer lo mismo, reiniciaron su andar, tambaleantes pero valientes y lograron llegar hasta la mitad de la calle…
Un sonido extraño los distrajo de su objetivo y buscaron en las cercanías aquello que lo emitía. Una sombra negra y alada cayó sobre ellos gimiendo y aullando, luego, rodaron calle abajo en un remolino de brazos y piernas, que no se entendía.
-¿Qué pasó compadre? gimió el más pequeño…
- No lo sé…Pero si fue la micro, te juro que llamo a los pacos…
Unos pasos más abajo, tirado como espantapájaros, con los zapatos abiertos y los ojos desorbitados por su mente desquiciada, el Glogló reía insanamente…


S.O.S…nos hundimos…
S.O.S. Aquí el Canelo…

Es el grito desesperado del radiotelegrafista de a abordo. Su mano agarrotada no cesa de enviar el mensaje en el equipo del barco, a sabiendas de que, nadie acudirá a su llamado: otras naves emiten al mismo tiempo iguales pedidos de auxilio, están zozobrando.
S.O.S hemos encallado.
S.O.S…aquí el Canelo.

El telegrafista observa la costa por el ojo de buey, está a sólo unos metros de ella y algunos botes de pescadores se acercan para prestar su ayuda.

S.O.S nos hundimos…S.O.S…aquí el Canelo.

El agua del río ha inundado las bodegas y la sala de máquinas, deteniendo el movimiento de las hélices. S.O.S., debe continuar llamando, nadie creerá lo que él ha visto: navegó por entre las casas del puerto de Corral.

S.O.S continua el Morse gritando a los cuatro vientos, hemos varado a la cuadra del Faro Punta Tortuga….No, aquello fue hace muchos años, era enero del 38. Está confundido y sangrante por el golpe que recibió, aquel era el otro CANELO, de menor calado que el que, herido de muerte, se está hundiendo.

S.O.S… NAUFRAGAMOS…

Se ha puesto viejo, la nave se hunde en el río Valdivia, allí donde la luna se baña. En sus largos años de mar, océano y noches siguiendo las estrellas, nunca vio un muro de agua caer sobre él. Debió tener más de 30 metros, arrancó la nave de su ancla y como si fuera un juguete, la llevó por sobre las casas de la bahía. Un remolcador de alta mar pasó sobre los Altos Hornos de Corral y se perdió en la quebrada.

S.O.S…los botes están ya al lado de la banda de estribor, recogen del mar parte del naufragio; un muchacho nada junto a una vaca, en dirección a las rocas…

S.O.S. debe continuar llamando, pese a que, el pasado se confunde con el presente. Las rocas y el muchacho, fue hace tantos años. Nunca supo cómo llegaron a los bajos, luego toda esa gente observando su nave que no pudo ser zafada de su embancamiento y, el guardia armado, que dejaron sobre la cubierta, para evitar que se cumpliera la ley del mar, porque habían seguros comprometidos y planes para rematar lo salvado, tal vez nervioso, quizás asustado, paseando por la cubierta…

S.O.S… Aquí el Canelo…

Las lanchas de los Corvetto transportan hasta el muelle la carga de harina, hasta ese momento prisionera de la nave, mientras las mujeres hacen pan sobre las rocas y la gente, toda, está de fiesta. De alguna forma que él no sabe, parte de lo rescatado va a dar a sus manos. Un buzo de apellido Henríquez trabaja solitario bajo el agua, salvando parte de lo que está irremediablemente perdido.
S.O.S…aquí el Canelo. S.O.S… nos hundimos.

Está perdido, si, el Canelo está bajando al fondo del río, primero fue el terremoto en Valdivia, luego el maremoto en Corral y los S.O.S, se escuchaban lastimeros sin que nadie les contestase. El agua le llega hasta las rodillas, debe continuar enviando su mensaje.

S.O.S…….

El guardia disparó, el rebote de la bala ha dejado una familia huérfana, habrá sumario, declaraciones en la prensa, protestarán los gremios, pero, nada devolverá la vida a Gaete, el pescador muerto.

Vida…
La suya la pasó en el mar y ahora, qué ironía, terminaba en el río. Es una injusticia, él estaba preparado para un encuentro con Neptuno y ahora…S.O.S…nos hundimos, el agua del río Valdivia va borrando el recuerdo del Canelo que, en el año 38 fue fiesta, desgracia y vehículo de fortuna para muchos.
S.O.S…AQUÍ EL CANELO…NOS HUNDIMOS….

S.O.S….AQUI EL CANELO,

S.O.S……..A LA CUADRA DEL FARO PUNTA TORTUGA……...no, no…. a la cuadra de Corral.

S.O.S…..S.O.S……